El creyente y su “crecimiento espiritual”
(2ª Ped. 1:3-11)
Introducción
– Esta porción nos presenta en forma trascendente al Señor Jesucristo, exaltándole por la majestad de Su Persona y la gran dádiva de Su salvación, haciéndolo en un orden lógico-espiritual al señalarnos los recursos divinos para nuestra santificación progresiva, y qué implica ese crecimiento santo; sus beneficios; y el llamamiento de Dios a tal fin, sobre la base de que “el crecimiento en entender y conocer a Dios, es porque éstas cosas Él las desea” {(Jer. 9:13-14) [vs] (2ª Ped. 1:8)}, siendo por ello necesario “crecer en la verdad” (Jn. 17:17). A su vez, el pasaje, nos remite a sublimes y excelsas verdades eternas, instruidas por el mismo Dios, las cuales nos llevan meditar acerca del “verdadero propósito de nuestra vida terrenal”, mediante preguntas como:
- ¿Para qué el Señor me tiene aquí?;
- ¿Cuál es el sentido de mi diario vivir?;
- ¿Qué desea Dios en mí y de mí?…
Por cierto, no cabe duda que la vida que tenemos es diseñada por Dios como un medio para que seamos participantes de la naturaleza divina y que en ella vayamos progresando, pues Él nos ha regalado potencialmente todo lo necesario para lograrlo, expresándolo en esta Escritura mediante Su consejo, no solo para que seamos “guardados del mal en este mundo” (Dt. 4:39-40; 2ª Tim. 1:18a), sino también para tener la certeza de “una entrada victoriosa en la venidera” (1ª Tim. 4:8; 6:12-19).
Llevándonos todo esto a considerar tres razones cardinales, que la Escritura nos expone en este pasaje de (2ª Ped. 1:3-11) y su contexto bíblico:
- La primera consideración, es que “este mundo que habitamos no solo es temporal para el creyente, sino que va a desaparecer absoluta y totalmente, pues ello es parte del Plan – ‘decreto’[1]– de Dios” (Sal. 2:7; 2ª Ped. 3:10), para lo cual Él nos prepara ahora en la tierra para grandes cosas que ocurrirán en el futuro. Tornándose nuestro transitar en este mundo en la ‘escuela’ de las cosas celestiales que trascenderán esta esfera, preparándonos así espiritualmente para ver a Dios, vale decir, “al Hijo, el cual es la imagen del Dios invisible” (Col. 1:15); también para vivir en comunión con Él para siempre; y asimismo que nos gocemos en nuestra relación eterna con las Personas Divinas y las celestiales. Por esta razón, Pedro nos manda en (1ª Ped. 4):
- “Sentir en nuestros corazones y modo de pensar, como Cristo” (v. 1);
- “Velar – sobrios y vigilantes – en oración y comunión constantes” (v. 7);
-
- “Tener entre nosotros ferviente amor, es decir, sin venganzas ni rencores” (v. 8);
- “Recibirnos sin murmuraciones, vale decir, sin acepción de personas” (v. 9); y
- “Ejercitar nuestros dones, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (v. 10).
Por este motivo, nuestra mayordomía, es decir, la administración o el manejo de los recursos de otro – de Dios en nuestro caso –, debemos llevarla a cabo con grandeza espiritual si deseamos hacerlo como a Él conviene, pues nuestro buen caminar aquí hace a nuestro agradable andar allí. Por tanto, esforcémonos en nuestro acontecer terrenal, de exaltar a Cristo y no a nosotros mismos, para que nuestros enseñados, como discípulos de Él, “sigan al Señor y no a nosotros” (Jn. 1:47), transmitiéndoles las bondades y virtudes de Dios mediante el correcto ejercicio de nuestros dones, “a fin d perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Ef. 4:12).
- El segundo punto, es que, más allá de este mundo natural, hay uno “sobrenatural y eterno”, coexistente con el nuestro, y que existe y trasciende la naturaleza aunque no lo veamos, el cual, es “el reino eterno del Señor Jesucristo” (Dn. 7:14,27; Sal. 103:19; Lc. 1:33; Ap. 11:15), debiendo el creyente, vivir para ese “mundo eterno”, que responde a la administración de Dios, y cuyo atisbo se pudo entrever en “la trasfiguración del Señor Jesús” (Mt. 17:1-8; Mr. 9:2-8; Lc. 9:28-36; 2ª Ped. 1:16-18). En este sentido, reparemos que la reflexión de Pedro: “Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación” (2ª Ped. 1:13), tiene por objeto instarnos y alertarnos a causa de lo corto de la vida frente a la necesidad de prepararnos para la eternidad, por eso, cuando evoca la “transfiguración del Señor” como evidencia del “Nuevo Reino” que espera al creyente, el apóstol enfatiza que estuvo allí, y lo vio y escuchó, al ser el vínculo entre Su reino y este mundo, “el Hijo”; “el Amado en quien el Padre tiene contentamiento”. Por cierto Pedro no estaba hablando de ‘fábulas’ sino de ‘realidades gloriosas’, “como habiendo visto con sus propios ojos Su majestad” (2ª Ped. 1:16).
Entendemos necesario en este punto, considerar, especialmente, las palabras dichas por el mismo Señor en Su ministerio terrenal. Observemos que es Él quien nos señala en (Mt. 16:28), que “vendrá en Su Reino”, ratificando , así, la profecía que afirmaba que vendría dos veces (Is. 9:6; 11:1; 42:1; è Is. 2:1-22; 9:7; 30:30), agregando más adelante, que la segunda vez será cuando “aparezca Su señal en el cielo y le vean viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria” (Mt. 24:30). Asimismo, en (Mr. 9:1), califica a Su Reino como “venido con poder”, siendo el argumento de tal afirmación que todo lo que suframos ahora por causa de Jesucristo, será ampliamente recompensado cuando Él vuelva y Sus siervos aparezcamos con Él en gloria, pues “Cristo – eternamente – es poder de Dios” (1ª Cor. 1:24b), subrayándonos el Señor con sus enseñanzas tanto en Su discurso del Monte de los olivos (Mt. 24 y 25; Mr. 13:1-2; Lc. 21:5-6) como en Su transfiguración, que Su reino celestial es tal, que hará necesarias tanto la transformación como la glorificación que cambiarán nuestras vidas para siempre, con un poder que nos salvará, condicionará y restaurará por la eternidad. Reparemos que los “vestidos resplandecientes del Señor durante Su ‘transfiguración’, responden a Sus acciones justas y santísimas” (Mr. 9:3), los cuales, son un tipo de las “vestiduras de lino fino blanco y resplandeciente que habrán de correspondernos a los creyentes – ya como la esposa de Cristo – en la medida que, en este mundo, nosotros andemos como Él anduvo” (1ª Jn. 2.6; Ap. 19:8). Sin embargo, fijémonos que es el Señor mismo quien nos indica que el cristianismo auténtico es un camino de sacrificio y compromiso que implica también la negación de uno mismo, senda en la cual debemos ejercer con diligencia nuestro discipulado en los negocios de Dios y de Su Iglesia (Mt. 28:18-20; Lc. 2:49b), debido a que este mundo, no es lo único que hay, advirtiéndonos el Señor en este aspecto en (Lc. 9:23-26): “Porque el que se avergonzare de Mí y de Mis palabras, de éste se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en Su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles”. En relación a esto, notemos que en (Lc. 9:24a) la frase “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá”, implica para los siervos de Cristo, abnegación, esfuerzo, tiempo y privaciones, dejando de lado ambiciones egoístas, buscando primeramente el reino de Dios y Su justicia, entregándonos sin reservas a ÉL, pues ello habrá de redundar en un gozo carente de ansiedad carnal juntamente con una profunda satisfacción del ser, vivencia que no solo habrán de superar nuestros sentidos y expectativas, sino que obrarán para nuestro sumo bien mientras avanzamos hacia Su presencia o Su pronta venida por nosotros (Mt. 6:33; Rom. 8:28). Por este motivo, a fin de que estemos capacitados para hacer frente a las dificultades terrenales en nuestra progresión espiritual hacia Su reino, es que Dios ahora nos provee del poder necesario para lograrlo en nuestra vida cristiana y de servicio, animándonos Pablo en este sentido cuando dice: “pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder del Espíritu Santo y en plena certidumbre,… para servir al Dios vivo y verdadero… Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (1ª Tes. 1:5a,9c; 2ª Tim. 1:7), marcándonos la Escritura la metodología a seguir y la razón de tal obrar al señalarnos: “hablemos con palabras de Dios, conforme al poder que Él da,… para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén. Porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder” (1ª Cor. 4:20; 1ª Ped. 4:11). Por cierto, en forma manifiesta y eterna, el centro y el poder del reino eterno, es ‘Jesucristo el Señor’, recordemos entonces el mandato del Padre: “Este es Mi Hijo Amado; a Él oíd” (Lc. 9:35). Amén.
- La tercera razón es que, “si bien Dios nos permite la participación activa en Su administración, la misma, depende de nuestra predisposición y actitud espiritual en nuestra vida terrenal”, y así lograr, fruto aceptable a Dios, conocimiento del Hijo y entrada honrosa al reino eterno del Hijo, como claramente lo afirma nuestro pasaje de (2ª Ped. 1:3-11), empero, la no observancia de este caminar santo, habrá de producirnos una participación mucho menos esplendente y rica en bendiciones y progreso eterno del que podríamos haber logrado si hubiésemos actuado del modo que Dios anhela de nuestra parte, y además, sin posibilidad alguna de retorno a lo ya hecho, cual Esaú en su errática y profana actitud, cuyo desatino es una advertencia a los creyentes para que no perdamos nuestro privilegio en nuestro sacerdocio como hijos de Dios, menospreciando nuestro compromiso para con Él, situación irrevertible aunque tardíamente la procuremos con vergüenza y lágrimas (Gén. 25:31-34; è Heb. 12:16-17; è 1ª Jn. 2:28).
Por tanto, debemos ser conscientes que en el cielo habremos de servir en perfección, con gloria y excelencia, con capacidades celestiales eternas de gozo y bendiciones sin par, sin embargo, todo ello será más viable y provechoso para el creyente que se prepare para ese excelente reino, en forma tal, que le permita volver a ser según el propósito de Dios respecto al hombre (Sal. 8); es decir, “hecho poco menor que los ángeles [lit. Interlineal: ‘hecho un poco inferior que Dios’], Y coronado de gloria y de honra” (Sal. 8:5)[2], recuperando de este modo su plena valía y aptitud espiritual, con mayor capacidad y participación en el reino, aunque todo ello estará supeditado y en proporción directa a lo que fue en su crecimiento espiritual y en su conducta como siervo fiel de Cristo en este mundo. No lo olvidemos.
Este será el modo de preparar nuestras ‘credenciales’ para nuestro hogar eterno, nuestro país celestial, como miembros de la familia de Dios y conciudadanos de los santos y ciudadanos del cielo (Ef. 2:19; Fil. 3:20), por tanto, hagámoslo “poniendo toda diligencia” y “añadiendo” a nuestra “fe” todo aquello que Él anhela, para que Su nombre sea engrandecido y así podamos disfrutar en plenitud con Cristo en Su reino, lugar donde habremos de desarrollar todas nuestras virtudes y dones, con perfección y gloria celestial (Dn. 12:3; Mt. 13:43), debido a que “el Dios de toda gracia,… nos llamó a Su gloria eterna en Jesucristo” (1ª Ped. 5:10a). Empero, con reverente humildad, no olvidemos en el interregno en este mundo, en el cual habremos de manifestar nuestro modo de vida, la exhortación del mismo Señor a que nuestras buenas obras, motiven a que nuestro prójimo glorifiquen a nuestro Padre celestial (Mt. 5:16), y que, además, “tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros” (2ª Cor. 4:7). Por tanto, consideremos con reverente gratitud, que “Es necesario que Él crezca, pero que yo – todo creyente – mengüe” (Jn. 3:30). Amén.
– Igualmente, la argumentación del pasaje enunciado nos expresa por parte de Dios, en primer término, que todos los componentes elementales que apuntan hacia nuestro “crecimiento espiritual” son dados por Él por medio de Jesucristo, y simultáneamente, no sólo cómo “el conocimiento de Cristo el Señor” incrementa Su gracia y paz en nosotros, sino también, las razones espirituales y virtudes cristianas que deben jalonar nuestros corazones y diario vivir, de modo que conformen en nosotros un sólido perfil cristiano, si es que deseamos administrar los misterios de Dios en la forma que a Él le agrada (1ª Cor. 4:2). Además de asegurarnos que, siguiendo sus instrucciones en esta vida presente, “no caeremos jamás” (v. 10), manteniéndonos a la vez fortalecidos y seguros contra las asechanzas y peligros que asedian a la Iglesia de Cristo, teniendo asimismo la certeza en la porvenir, de “sernos otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (v. 11).
En avenencia con lo expresado, la porción de (2ª Ped. 1:3-11) – de la cual pormenorizaremos con mayor detalle los (vs. 5-7) – nos expone:
- “Lo que Dios, por gracia, nos da” (vs. 3-4);
- “Lo que Dios, con amor, nos requiere” (vs. 5-7);
- “El conocimiento espiritual que la conducta santa provee al creyente” (vs. 8-9) y
- “La seguridad eterna que el buen obrar confiere al creyente en este mundo, y en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (vs. 10-11).
Cualidades todas estas que se adhieren al hijo de Dios mediante “el silbo apacible y delicado” del Espíritu Santo “iluminando”[3] a quienes estudian la Escritura que Él inspiró (1ª Rey. 19:12; 1ª Cor. 2:14-16; 2ª Ped. 1:21), modelando nuestro ser en la “senda de nuestra santificación progresiva si es que nos ocupamos de nuestra salvación con temor y temblor. Es decir, siendo santos y piadosos en nuestra manera de vivir, mientras avanzamos en el conocimiento de la verdad, dejando que Dios en nosotros produzca – por su Espíritu – así el querer como el hacer, por Su buena voluntad, ya que, es Él quien pone en nosotros el deseo o afán de hacer Su soberana voluntad” (Jn. 17:17; Fil. 2:12b-13). Reparemos que la “fe” mencionada en (2ª Ped. 1:5) es la “preciosa fe” que encontramos en (2ª Ped. 1:1), la cual nos une a Cristo, por la acción – “comunión del Espíritu” (Fil. 2:1c) – del Espíritu de Dios (1ª Cor. 6:15a,17), relación que de allí en más, no sólo nos permitirá cultivar las perfecciones santas expresadas en los (vs. 5-7), sino también, en la medida que seamos ‘diligentes’ en ese propósito, que no caigamos en ineficacia servicial ni extravío espiritual (v. 8). Por tanto, “vistamos nuestro corazón, con el incorruptible adorno de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios” (1ª Ped. 3:4), mientras “el Espíritu Santo nos va conformando a la imagen del Hijo” (Rom. 8:29). Amén.
Avancemos pues, en este “crecimiento santo”…
[1] Para un mayor conocimiento y comprensión acerca del “decreto de Dios”, sugerimos leer o solicitar el Cap. VI) Los “Decretos” De Dios del comentario: “¡Dios! ‘El Altísimo’”.
[2] Como dice Bevan: “… el salmista nos muestra al hombre en su primera posición y destino reservado para él en los propósitos originales de Dios. Mostrándolo en su posición original, como ‘Virrey de Dios’ (Gén. 1:26-28); contemplado en la gloria que debería haber tenido y que no alcanzó porque fracasó, demostrándose incapaz para tal dominio y aun de dominarse a sí mismo”.
[3] Para un mayor conocimiento y comprensión del tema “La iluminación en la comprensión de La Escritura por el Espíritu Santo”, sugerimos leer o solicitar el escrito: II) “El Espíritu Santo en la Dispensación de la Iglesia”; especialmente, la Introducción.